
Dices que no me gusta David Lynch

Advertencia: Todas mis impresiones sobre Un método peligroso se deben a un exceso de expectativas y unas ideas preconcebidas de lo que es (y ha de ser) “Cronenberg”. Si se tratara de cualquier otro, es decir, de un cualquiera, incluso podría decir que me ha gustado, pero en este caso no puedo más que sentir una profunda decepción.
Se pueden presentar comportamientos y obsesiones sexuales sin aspavientos, tal y como ocurre en Crash. Y al contrario hacer del hecho más anodino y común un festival de retorcidas aventuras, que es el caso de Una historia de violencia. Esas contradicciones y vueltas de tuerca que tanto me gustan de las películas de David Cronenberg aparecen en la película que aquí nos atañe edulcoradas y simplificadas. Empezando por lo que menos me ha gustado: Keira Knightley. Su personaje se sustenta en unas cuantas muecas y en una milagrosa recuperación que parece basarse en la aceptación de su masoquismo y la superación del sentimiento de culpa. Su trastorno masoquista queda reducido a un estereotipo ridículo que no arriesga lo más mínimo, pues a nadie le sorprenden ya cuatro azotes en el trasero. Resolverlo así parece una solución demasiado sencilla, teniendo en cuenta la facilidad de Cronenberg para reflejar asuntos escabrosos y de tipo sexual desde una perspectiva, ya no realista, sino cruda, sin concesiones y sin autocensura. Aunque hay quien pueda decir que sus historias son retorcidas, no se trata de provocación gratuita, pues las imágenes que crea por más surrealistas que parezcan -pienso ahora en Inseparables o incluso en las repulsivas transformaciones de La mosca-, tienen su eco en la realidad y hacen referencia a un aspecto de la naturaleza humana que no suele ser reflejado en las películas. Por eso la falta de sutilidad de Un método peligroso me indigna.
No puedo dejar de pensar en Secretary, película que trata el masoquismo (y como su complementario también el sadismo) cómo tema principal de un modo esclarecedor, presentándolo como una tendencia sexual que afecta no sólo al momento del acto sexual, sino a todos los ámbitos de la vida. En la película de Cronenberg esto queda bien explicado por Sabina Spielrein en su primera sesión psicoanalítica, cuando explica que toda humillación, por mínima que sea, le excita. Pero está declaración se queda en agua de borrajas en el resto del metraje. Sin embargo, la escena de Secretary en la que la protagonista se masturba mirando las pequeñas correcciones que ha hecho su jefe en su texto mecanografiado es la plasmación perfecta en imágenes de lo que Sabina explica, y no hacía falta decir nada más.
Un tema que de base podría ser controvertido, se encuentra reducido a su más mínima y ramplona expresión. Se basa, por el amor de Dios, en una teoría con implicaciones psicológicas infinitamente más interesantes que el masoquismo. La excusa de que ese no es el tema principal de la película y por eso no está desarrollado, no sirve, pues no es necesario simplificar un tema secundario pudiendo insinuarlo de un modo elegante sin necesidad de profundizar. Además, igual que el trastorno de Sabina, todos los temas y líneas que recorre se van diluyendo a medida que avanza la película, la relación Jung – Sabina, la relación Jung – Freud, los polémicos inicios de la teoría psicoanalítica, el debate teórico entre Jung y Freud… sin dejar ningún poso en el espectador.
Para ahorrarme muchas otras críticas amargas sobre Viggo Mortensen como Freud o sobre el final de la película, mencionaré lo único que me ha gustado, y es como parece que la construcción de los personajes depende directamente de lo expuesto en la teoría psicoanalítica sobre las tres instancias que componen la psique humana: Sabina con un Ello incapaz de reconciliarse con su Yo, la lucha del enorme y represor SuperYó del Dr. Jung con un Ello en aumento y Freud, curiosamente, como el perfecto equilibrio de las tres instancias. Por ello, acaban resultando personajes planos, dominados por pulsiones primitivas o represiones morales. El más claro ejemplo es el personaje de Vincent Cassel cuya única función es espolear los deseos reprimidos del Dr. Jung. Es ni más ni menos que su Ello en persona. Esta traslación del tema a la trama es lo más interesante que encuentro y sin embargo, no me acaba de convencer en Cronenberg, pues yo esperaba algo visceral y no intelectual.
Caca, culo, pedo, pis, jeje, jejejejeje.
Ayer fui al Teatro Real a ver Pelléas et Mélisande una ópera de Debussy, dirigida por Robert Wilson. Lo que más me sorprendió (según criterio de una ignorante de la ópera) fue el texto, tanto en contenido como en la declamación, pues no era otra cosa más que declamación. El texto en francés estaba traducido por unos subtítulos que daba mucha pereza leer por no apartar la vista de lo que ocurría en escena. Debussy decía que la música empieza donde la palabra es impotente para expresar, ¡y vaya si eran impotentes para expresar esos carteles luminosos! Pero ya lo dice Julia Kristeva en el libreto, esa “palabra inútil” compuesta por frases discretas y personales, que fue aportada por Maeterlink, autor del texto dramático, se fusiona perfectamente con la música cautiva de lo sensible de Debussy, y nadie mejor que Robert Wilson con sus minimalistas pero impresionantes escenografías y su sobria puesta en escena para completar el trabajo.
Gracias a Dios que Debussy no hizo caso al por entonces subsecretario de Estado de Bellas Artes, quien exigió que se suprimiera la escena cuarta del acto tercero, en la que Golaud obliga a Yniold, niño de unos diez años e hijo de su primer matrimonio, a que espíe a su tío Pelléas y a su madrastra Mélisande. Esta escena, la última antes de la pausa, fue la más emocionante y tensa de toda la obra, que en general se desarrollaba con lentitud, tanto en los movimientos de los actores, como en el transcurso de los acontecimientos. Sin embargo, en poco menos de diez minutos -la obra dura 2h 45m- sin abusar del aspaviento y con un fuera de campo maravilloso que expande el espacio del teatro real al infinito nos deja la miel en los labios para la pausa, y con demasiadas expectativas para los dos últimos actos.
De casualidades va la cosa: Al llegar a casa me he encontrado en La 2, un reportaje en Programa de Mano sobre Pelléas et Melisande, y acto seguido (nunca mejor dicho) mi antigua profesora de prácticas, Laia Falcón, cantando a Kurt Weill, quien a su vez puso la música a la ópera de Bertolt Brecht Die Dreigroschenoper, que por vueltas del destino tuve la fortuna de ver en la legendaria Berliner Ensemble (Berlín) dirigida también -y aquí se cierra el círculo- por Robert Wilson.
Y aún así me aburrí. ¿Quién se va a parar a leer unos diálogos cuya esencia es la banalidad? Más me hubiera valido mirar al precioso escenario y a los actores y escuchar la música.
“Cuando no se consagran en cuerpo y alma las revoluciones como en el XVIII, los fines de siglo se entregan a los estados amorosos (como en el XIX y, la prueba, en el nuestro, el XX). ¿Por qué? Quizá haya que ver en ello dos modos distintos de afrontar lo que, no sin algún regusto goloso, suele llamarse la “crisis”: el uno, más optimista, aspira a cambiar los vínculos sociales; el otro, más desengañado, se curva hacia los adentros y privilegia el encuentro, el instante.”
Julia Kristeva
En el libro Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Slavoj Žižek reflexiona sobre los problemas de Christa T., la protagonista de la novela de Christa Wolf Noticias sobre Christa T.. Esta novela narra la vida de Christa desde el Gymnasium hasta su muerte con 36 años. Cada una de sus decisiones y peripecias son un nuevo y fallido intento de dar sentido a su vida y a su trabajo, llegando a contemplar el suicidio. Su fracaso es resultado necesario de la excesiva afirmación de su subjetividad, de la búsqueda infructuosa de una auténtica realización personal. Según esta lectura Žižek ve a Christa T. como la última de una larga serie de héroes y heroínas de la novela europea moderna, empezando por Don Quijote, pasando por Julien Sorel y Madame Bovary, hasta Joseph K., todos ellos víctimas no de unas circunstancias sociales opresoras, sino más bien de su propia obsesión subjetivista, de su negativa a aceptar la vida tal como es, más allá de los grandiosos proyectos metafísicos que pretenden imponerle.
“Cuanto mayor es el tiempo que hemos dejado atrás, mas irresistible es la voz que nos incita al regreso. Esta sentencia puede parecer un lugar común, sin embargo es falsa. El ser humano envejece, el final se acerca, cada instante pasa a ser más apreciado, ya no queda tiempo que perder con recuerdos. Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia, esta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida pasada es todavía insignificante.”
Milan kundera.